Es diecisiete de
nuevo. Es diecisiete, me repito. No me he cortado el pelo aún. No desde diciembre
de 2022.
Con otras pérdidas,
no me di cuenta del paso del tiempo. No recuerdo en qué fecha murió mi papá,
tampoco tengo tan clara la de mi abuela. Aunque sé que lloré, entré en crisis profundas
y me pregunté muchas cosas, no vinieron las fechas a mi memoria todos los meses.
Es diecisiete. Desde
una semana antes, empiezo a recordar que pronto se repetirán los eventos con más
fuerza. Que pronto viviré la imposibilidad de nuevo, que pronto viviré la
tristeza, y al tiempo, el deseo contradictorio de que mi tía se fuera, porque parecía
egoísta desear que siguiera viva con tanto dolor. Porque parecía egoísta querer
retenerla de forma imposible, cuando ella ya se estaba despidiendo. Pero todavía,
cuando paso por la clínica donde murió, a no tantas cuadras de mi casa, empiezo
a llorar.
No puedo decir
que esta sea una historia perfecta, que nos llevábamos muy bien, que todo era
color rosa. Gracias a los cielos, nos hemos liberado de tener que contar una historia
ideal de las relaciones antes de la muerte. Pero recuerdo que cuando era
pequeña, la admiraba profundamente. Era la tía médica, estudiante de la
Nacional que había llegado a la casa a llorar por el primer paciente que había
perdido. Era aquella que llamaba con voz imperturbable a mis abuelos para
decirles que había tenido un accidente en el bus y que estaba atendiendo a todos
los heridos. Era quien en el rural y luego trabajando en los pueblos, tenía que
lidiar con todos los caídos en guerra, sin distinción de bandos. También
había historias divertidas: estudiaba tanto y estaba tan cansada que una vez se
había caído de la cama y había seguido durmiendo en el piso, sin percatarse de
la caída.
Era una mujer rodeada
de libros de medicina.
Un día, a los cinco
años, cogí uno de los libros y rayé las caras de los médicos históricos con lápiz
azul, de los que usaba mi tía para echarse sombras. Les dibujé barbas y pelo
azul. Recuerdo que se puso furiosa al verlo. Recuerdo que al ver su furia
empecé a llorar. Recuerdo que, entonces, me alzó y me abrazó muy fuerte para
calmarme y luego me preparó huevos con arroz. Son los mejores huevos con arroz
que he comido mi vida.
Le conté esa
memoria varias veces antes de que muriera porque no estaba segura de que lo
hubiera escuchado. Se lo envié en un mensaje. Se lo envié en un audio. Se lo
dije el 16 de mayo en la tarde cuando ya tenía los ojos cerrados y estábamos seguros
de que le quedaban pocas horas de vida.
El año anterior
nos habíamos encontrado algunas veces con mi mamá y ella para almorzar.
Habíamos celebrado algunas navidades juntas, así fuera con una comida sencilla.
Cada vez podía comer menos cosas.
A veces estaba
también muy triste. Cada vez que le sucedía algo a mi abuelo o a mi mamá, me
llamaba angustiada y eso me irritaba porque soy nerviosa y me imaginaba catástrofes
aún peores. Aun a pesar de que sabía que estaba enferma, me costaba entender su dolor emocional. Tampoco nos unían las creencias espirituales, discutíamos por el
tema y yo me negaba a creer algunas de sus ideas. Negar los conflictos sería negar
que éramos parte de una misma familia.
Aun así, en
octubre de 2022, mi tía Nancy nos pidió encontrarnos para almorzar con mi mamá.
Anoté en mi diario lo triste que había sido ese día. Después de tantas
quimioterapias, había dicho que estaba empezando a cansarse y que pronto se
rendiría. Nos pidió perdón. Nos recomendó
a su hija, la prima-hermana que yo tanto había querido que llegara a la familia. En el restaurante, justo después de almorzar, nos
pusimos a llorar y nos abrazamos. Recuerdo el almuerzo de ese día. Fue un burrito
vegetariano y natilla vegana, sin dulce de mora para ella.
Todo pareció
mejorar después, o eso pensé. A finales de diciembre de 2022, fuimos a celebrar
anticipadamente el cumpleaños de mi mamá. La convencí de que se comiera un
helado de liche y lo saboreó feliz. Le cantamos a mi mamá con velitas. Grabé un
video que no dura casi nada. En el video se ve a mi mamá y luego a mi tía
riéndose. Esa risa feliz, inconfundible.
Mi tía se reía en
la clínica, cuando aún podía. No la vi el último día que estuvo consciente, el
15 de mayo, pero me contaron que bailó y rio mucho. Que le preguntó a su hija
si ya se podía ir.
“Ojalá uno fuera
como esos monjes de la India, poder vivir muy en el interior y así poder
morirse de manera consciente. Pero vivimos rodeados de ruido”— dijo a
finales de marzo, cuando hacía unos pocos días acaban de hospitalizarla. Le hablé de la hermana de mi amiga Diana, que
había sido consciente de cada instante cercano a su muerte. Que lo había anunciado
antes de irse. Que había estado rodeada de quienes quería.
Se impresionó con
la historia y se quedó pensando. Le dije que la hermana de Diana solo vivía en
presente. Escribía en su diario el propósito del día y no era dinero ni más éxito.
Era dulzura. Era compasión. Otras cosas intangibles.
“Nos cuesta vivir
en presente, pero al final es lo único que tenemos. Yo estoy aquí sentada en
esta camilla, disfrutando de esta conversación. No puedo comer y no sé porque,
pero esto es lo que hay en este presente y ya”—dijo mi tía cuando le conté eso.
En efecto, había
dejado de comer. Primero un poco, solo sopas, y luego, ni sopas ni limonada
ni agua. El oncólogo le dijo que se debía a la quimioterapia. Pero no era así. Le
mandaron medicamentos para el vómito que no se podía tomar porque no podía pasarlos. Solo cuando se agravó y pagó un plan de salud
más caro para que la atendieran, le hicieron exámenes. Tenía el esófago
obstruido, el cáncer se extendía. Cuando fui a verla, intentaba tomar agua y la
vomitaba.
Seguí yendo a la
clínica antes o después del trabajo. Aprendí mucho aquellos días. Sobre el
cuidado, sobre el afecto, sobre la vida, sobre el cuerpo. A respetar sus
decisiones de no ver a personas menos cercanas. No había religión en las charlas. Solo
conversaciones de cosas comunes o ninguna conversación. Ver programas de felinos,
ver programas de cosas ingeniosas. Cuando tras varios procedimientos, pudo
comer por algunos días, comió feliz muy feliz de nuevo y de manera abundante. Puedo recordar todo de manera demasiado vívida para
olvidarlo pronto. Puedo recordar decirle que la quería y sentirlo de verdad, con las caras rozándose.
Pero ese no era
el final de la historia.
El cáncer siguió
esparciéndose. Mejoraba una cosa y aparecía otra. Un día no pude ir en la tarde,
pero la llamé y me dijo llorando muchísimo que sentía un dolor que nunca había
sentido. La diferencia era que yo no podía alzarla y abrazarla fuerte. No podía
darle huevos con arroz. Una cosa es el dolor incurable y otra una simple pelea.
“Somos duros de
matar”—me había dicho, más o menos un mes antes, a finales de febrero hablando de
nuestra familia, cuando la vi en Fusagasugá. Y nos reímos, también. Ese día se
veía muy bien, el rostro le resplandecía. Los ojos le brillaban. Durante siete
años, desde que le descubrieron la enfermedad, así había sido. Fuerte.
Solo después me
di cuenta de que aparte de ser mi tía la persona de mis recuerdos de infancia, y también de mi adolescencia durante mis vacaciones en el Meta, había cuidado de todos nosotros. Me
había guiado durante el COVID en junio de 2020. Había detectado un ACV a tiempo
en mi abuelo con solo escucharlo hablar al teléfono y, gracias a eso, lo atendieron
rápido y lo salvaron. Había discutido con el cirujano que atendió a mi tío y,
de manera irresponsable, no firmó que lo había operado. Lo amenazó con llevarlo
al tribunal médico.
Mi tía tenía un carácter
fuerte. Quizá también yo lo tengo. Cargó con nosotros como su
responsabilidad. Como si fuéramos su gran amor. Porque quizá lo éramos. Cuando me
enfermo, todavía puedo escucharla dándome indicaciones sobre lo que debo hacer.
En un papel que
no tiene fecha, escribió lo que deseaba cambiar: “Deseo relacionarme de manera espontánea con los demás, como soy, con seguridad personal y no
buscando su aprobación”. Entre sus defectos en aquel papel, escribía timidez,
pocas habilidades sociales, bloqueo para el baile, dificultad en actividades manuales
y baja autoestima, así como “no expresar mis opiniones”.
Nunca pensé que considerara que tenía esos defectos. En el último trabajo que tuvo por casi diez años, se encargaba de revisar a las víctimas de maltrato físico y sexual, y escribir
reportes que podían pasar a juzgado. Nadie podría hacer ese trabajo, pero alguien
tenía que hacerlo y ella podía. No sé cómo.
Hoy es 17 de
noviembre. Hoy es 17. No sé por cuánto tiempo repetiré esto cada mes.
Mi pelo es largo
y no es abundante, no me lo he cortado desde hace casi un año. Cualquiera podría
decirme que debería cortármelo porque no tiene estilo. Porque no tengo mucho y los
peluqueros y otras personas tienden a ser imprudentes con esto. No lo he hecho
porque aún creo que, si me lo corto, perderé todos los recuerdos y todo el amor
y fuerza que ella me dejó. Es mi forma de duelo, en lugar de usar un vestido negro. Es mi mito personal.
Mi tía, la doctora
Nancy Fabiola Peña Romero, murió a los 54 años, en la madrugada del 17 de mayo de 2023.
Antes soñé que preparábamos una fiesta
para ella, había color, había luces y estaba feliz, aunque me decía que tenía sed. Dentro del sueño,
pensé que debía pedir que le mojaran los labios en la clínica. Al despertarme, recibí la
llamada que me avisó que acaba de morir en aquel lugar donde, también, una vez, cuando era más joven, trabajó y luego renunció porque le parecía indigno que tuvieran a sus pacientes sobre cajas de cartón.
Fue increíble pensar que el mundo no se detenía ese 17 de mayo, que todo el mundo seguía haciendo cosas, como si nada. Que la gente seguía riéndose en los restaurantes. Que nada pasaba. Que nadie publicaba nada sobre ella, siquiera. Porque no, no era famosa.
El último mensaje,
mientras aun podía escribir, me lo mandó por WhatsApp: “Sabes que te amo y deseo
verte aprovechar cada minuto de este paso por aquí saboreando hasta lo último…
no porque todo sea agradable… sino transformable a través de un proceso
consciente. Solo así hay paz… y donde hay paz no falta nada”
Al terminar este texto, estoy segura de que, en el momento de morir, ya no escuchaba el ruido externo del que estamos rodeados. De que solo había consciencia en todas sus
decisiones, incluyendo aquella en que decidió dejar de tomarse los medicamentos
porque supo que ya era hora. Y que disfrutó lo que podía, también hasta el último instante. Su hija me dijo que intercambiaba alimentos por postres de mango. El mango fue su última fruta.
Al terminar este
texto, sé que, a pesar de las peleas, sí éramos su gran amor.