lunes, 15 de abril de 2024

Finales

Hay en el corazón de la noche

En esta larga noche y sus cristales violeta

Un páramo dormido

y habitado por fantasmas dorados

que en su soledad marina

hablan por las voces de los muertos y su hambre

y lloran por todo el universo


Ella sueña que se peina junto a las flores de aquel páramo

¿o es aquel balbuceo de flores como campanas

el remedo de algún otro sueño

uno de cerámica rota en la memoria de los segundos 

de las tripas, 

de la abrazada y desnuda ínfima sensación de no estar nunca?


“No quiero despertar- piensa

Y balancea su pelo con hebillas de jade

“Quiero hablar con los muertos”

y cuando abre los ojos

su universo aun se incendia

 

Los  animales duermen en el fango

Se revuelcan en el fango de las lágrimas del mundo

Y al final del incendio

terminan de comerse

Lo que queda de las cosas


Apenas llega el fin de todos los finales

ella se peina en un eterno sueño azul 

de oscuridad desparramada

Y abraza su

caótico

animal

desordenado

grosero abismal

silencio de agua


viernes, 17 de noviembre de 2023

 


Es diecisiete de nuevo. Es diecisiete, me repito. No me he cortado el pelo aún. No desde diciembre de 2022.

Con otras pérdidas, no me di cuenta del paso del tiempo. No recuerdo en qué fecha murió mi papá, tampoco tengo tan clara la de mi abuela. Aunque sé que lloré, entré en crisis profundas y me pregunté muchas cosas, no vinieron las fechas a mi memoria todos los meses.

Es diecisiete. Desde una semana antes, empiezo a recordar que pronto se repetirán los eventos con más fuerza. Que pronto viviré la imposibilidad de nuevo, que pronto viviré la tristeza, y al tiempo, el deseo contradictorio de que mi tía se fuera, porque parecía egoísta desear que siguiera viva con tanto dolor. Porque parecía egoísta querer retenerla de forma imposible, cuando ella ya se estaba despidiendo. Pero todavía, cuando paso por la clínica donde murió, a no tantas cuadras de mi casa, empiezo a llorar.

No puedo decir que esta sea una historia perfecta, que nos llevábamos muy bien, que todo era color rosa. Gracias a los cielos, nos hemos liberado de tener que contar una historia ideal de las relaciones antes de la muerte. Pero recuerdo que cuando era pequeña, la admiraba profundamente. Era la tía médica, estudiante de la Nacional que había llegado a la casa a llorar por el primer paciente que había perdido. Era aquella que llamaba con voz imperturbable a mis abuelos para decirles que había tenido un accidente en el bus y que estaba atendiendo a todos los heridos. Era quien en el rural y luego trabajando en los pueblos, tenía que lidiar con todos los caídos en guerra, sin distinción de bandos. También había historias divertidas: estudiaba tanto y estaba tan cansada que una vez se había caído de la cama y había seguido durmiendo en el piso, sin percatarse de la caída.

Era una mujer rodeada de libros de medicina.

Un día, a los cinco años, cogí uno de los libros y rayé las caras de los médicos históricos con lápiz azul, de los que usaba mi tía para echarse sombras. Les dibujé barbas y pelo azul. Recuerdo que se puso furiosa al verlo. Recuerdo que al ver su furia empecé a llorar. Recuerdo que, entonces, me alzó y me abrazó muy fuerte para calmarme y luego me preparó huevos con arroz. Son los mejores huevos con arroz que he comido mi vida.

Le conté esa memoria varias veces antes de que muriera porque no estaba segura de que lo hubiera escuchado. Se lo envié en un mensaje. Se lo envié en un audio. Se lo dije el 16 de mayo en la tarde cuando ya tenía los ojos cerrados y estábamos seguros de que le quedaban pocas horas de vida.

El año anterior nos habíamos encontrado algunas veces con mi mamá y ella para almorzar. Habíamos celebrado algunas navidades juntas, así fuera con una comida sencilla. Cada vez podía comer menos cosas.

A veces estaba también muy triste. Cada vez que le sucedía algo a mi abuelo o a mi mamá, me llamaba angustiada y eso me irritaba porque soy nerviosa y me imaginaba catástrofes aún peores. Aun a pesar de que sabía que estaba enferma, me costaba entender su dolor emocional.  Tampoco nos unían las creencias espirituales, discutíamos por el tema y yo me negaba a creer algunas de sus ideas. Negar los conflictos sería negar que éramos parte de una misma familia.  

Aun así, en octubre de 2022, mi tía Nancy nos pidió encontrarnos para almorzar con mi mamá. Anoté en mi diario lo triste que había sido ese día. Después de tantas quimioterapias, había dicho que estaba empezando a cansarse y que pronto se rendiría.  Nos pidió perdón. Nos recomendó a su hija,  la prima-hermana que yo tanto había querido que llegara a la familia. En el restaurante, justo después de almorzar, nos pusimos a llorar y nos abrazamos. Recuerdo el almuerzo de ese día. Fue un burrito vegetariano y natilla vegana, sin dulce de mora para ella.  

Todo pareció mejorar después, o eso pensé. A finales de diciembre de 2022, fuimos a celebrar anticipadamente el cumpleaños de mi mamá. La convencí de que se comiera un helado de liche y lo saboreó feliz. Le cantamos a mi mamá con velitas. Grabé un video que no dura casi nada. En el video se ve a mi mamá y luego a mi tía riéndose. Esa risa feliz, inconfundible.



Mi tía se reía en la clínica, cuando aún podía. No la vi el último día que estuvo consciente, el 15 de mayo, pero me contaron que bailó y rio mucho. Que le preguntó a su hija si ya se podía ir.

“Ojalá uno fuera como esos monjes de la India, poder vivir muy en el interior y así poder morirse de manera consciente. Pero vivimos rodeados de ruido” dijo a finales de marzo, cuando hacía unos pocos días acaban de hospitalizarla.  Le hablé de la hermana de mi amiga Diana, que había sido consciente de cada instante cercano a su muerte. Que lo había anunciado antes de irse. Que había estado rodeada de quienes quería.

Se impresionó con la historia y se quedó pensando. Le dije que la hermana de Diana solo vivía en presente. Escribía en su diario el propósito del día y no era dinero ni más éxito. Era dulzura. Era compasión. Otras cosas intangibles.

“Nos cuesta vivir en presente, pero al final es lo único que tenemos. Yo estoy aquí sentada en esta camilla, disfrutando de esta conversación. No puedo comer y no sé porque, pero esto es lo que hay en este presente y ya”dijo mi tía cuando le conté eso.

En efecto, había dejado de comer. Primero un poco,  solo sopas, y luego, ni sopas ni limonada ni agua. El oncólogo le dijo que se debía a la quimioterapia. Pero no era así. Le mandaron medicamentos para el vómito que no se podía tomar porque no podía pasarlos.  Solo cuando se agravó y pagó un plan de salud más caro para que la atendieran, le hicieron exámenes. Tenía el esófago obstruido, el cáncer se extendía. Cuando fui a verla, intentaba tomar agua y la vomitaba.

Seguí yendo a la clínica antes o después del trabajo. Aprendí mucho aquellos días. Sobre el cuidado, sobre el afecto, sobre la vida, sobre el cuerpo. A respetar sus decisiones de no ver a personas menos cercanas.  No había religión en las charlas. Solo conversaciones de cosas comunes o ninguna conversación. Ver programas de felinos, ver programas de cosas ingeniosas. Cuando tras varios procedimientos, pudo comer por algunos días, comió feliz muy feliz de nuevo y de manera abundante.  Puedo recordar todo de manera demasiado vívida para olvidarlo pronto. Puedo recordar decirle que la quería y sentirlo de verdad, con las caras rozándose. 

Pero ese no era el final de la historia.

El cáncer siguió esparciéndose. Mejoraba una cosa y aparecía otra. Un día no pude ir en la tarde, pero la llamé y me dijo llorando muchísimo que sentía un dolor que nunca había sentido. La diferencia era que yo no podía alzarla y abrazarla fuerte. No podía darle huevos con arroz. Una cosa es el dolor incurable y otra una simple pelea.

“Somos duros de matar”me había dicho, más o menos un mes antes, a finales de febrero hablando de nuestra familia, cuando la vi en Fusagasugá. Y nos reímos, también. Ese día se veía muy bien, el rostro le resplandecía. Los ojos le brillaban. Durante siete años, desde que le descubrieron la enfermedad, así había sido. Fuerte.

Solo después me di cuenta de que aparte de ser mi tía la persona de mis recuerdos de infancia, y también de mi adolescencia durante mis vacaciones en el Meta, había cuidado de todos nosotros. Me había guiado durante el COVID en junio de 2020. Había detectado un ACV a tiempo en mi abuelo con solo escucharlo hablar al teléfono y, gracias a eso, lo atendieron rápido y lo salvaron. Había discutido con el cirujano que atendió a mi tío y, de manera irresponsable, no firmó que lo había operado. Lo amenazó con llevarlo al tribunal médico.  

Mi tía tenía un carácter fuerte. Quizá también yo lo tengo. Cargó con nosotros como su responsabilidad. Como si fuéramos su gran amor. Porque quizá lo éramos. Cuando me enfermo, todavía puedo escucharla dándome indicaciones sobre lo que debo hacer.

En un papel que no tiene fecha, escribió lo que deseaba cambiar: “Deseo relacionarme de manera espontánea con los demás, como soy, con seguridad personal y no buscando su aprobación”. Entre sus defectos en aquel papel, escribía timidez, pocas habilidades sociales, bloqueo para el baile, dificultad en actividades manuales y baja autoestima, así como “no expresar mis opiniones”. 

Nunca pensé que considerara que tenía esos defectos. En el último trabajo que tuvo por casi diez años, se encargaba de revisar a las víctimas de maltrato físico y sexual, y escribir reportes que podían pasar a juzgado. Nadie podría hacer ese trabajo, pero alguien tenía que hacerlo y ella podía. No sé cómo.

Hoy es 17 de noviembre. Hoy es 17. No sé por cuánto tiempo repetiré esto cada mes.

Mi pelo es largo y no es abundante, no me lo he cortado desde hace casi un año. Cualquiera podría decirme que debería cortármelo porque no tiene estilo. Porque no tengo mucho y los peluqueros y otras personas tienden a ser imprudentes con esto. No lo he hecho porque aún creo que, si me lo corto, perderé todos los recuerdos y todo el amor y fuerza que ella me dejó. Es mi forma de duelo, en lugar de usar un vestido negro. Es mi mito personal. 

Mi tía, la doctora Nancy Fabiola Peña Romero, murió a los 54 años, en la madrugada del 17 de mayo de 2023.  Antes soñé que preparábamos una fiesta para ella, había color, había luces y estaba feliz, aunque me decía que tenía sed. Dentro del sueño, pensé que debía pedir que le mojaran los labios en la clínica. Al despertarme, recibí la llamada que me avisó que acaba de morir en aquel lugar donde, también,  una vez, cuando era más joven,   trabajó y luego renunció porque le parecía indigno que tuvieran a sus pacientes sobre cajas de cartón.  

Fue increíble pensar que el mundo no se detenía ese 17 de mayo, que todo el mundo seguía haciendo cosas, como si nada. Que la gente seguía riéndose en los restaurantes. Que nada pasaba. Que nadie publicaba nada sobre ella, siquiera. Porque no, no era famosa. 

El último mensaje, mientras aun podía escribir, me lo mandó por WhatsApp: “Sabes que te amo y deseo verte aprovechar cada minuto de este paso por aquí saboreando hasta lo último… no porque todo sea agradable… sino transformable a través de un proceso consciente. Solo así hay paz… y donde hay paz no falta nada”

Al terminar este texto, estoy segura de que, en el momento de morir, ya no escuchaba el ruido externo del que estamos rodeados. De que solo había consciencia en todas sus decisiones, incluyendo aquella en que decidió dejar de tomarse los medicamentos porque supo que ya era hora. Y que disfrutó lo que podía, también hasta el último instante. Su hija me dijo que intercambiaba alimentos por postres de mango. El mango fue su última fruta. 

Al terminar este texto, sé que, a pesar de las peleas, sí éramos su gran amor.



 

 

 

miércoles, 4 de abril de 2018

Ese dulce arrullo vivido...

Hay momentos en que somos palabras, y hay otros en que  las palabras se acaban para dar paso al movimiento. Quizá, a veces el movimiento pueda estar unido a las palabras, pero pienso que quien no se ha entregado al movimiento no puede hablar de la sensación de libertad en este. Una vez acabado, vuelven a rondar las palabras dentro de la cabeza, engañosas y muchas veces repetitivas.

Un día traté de explicar junto a mi profesora del tango lo que se sentía en el baile. Tratamos de describirlo como un arrullo, como un instante que precedía a los instantes o como una meditación, quizá,  pero cualquier descripción terminaría por ser como una hoja seca que contiene la esencia del árbol; mas no toda la belleza del instante en que esa hoja surgió, llena de vida y color.

Cuando digo que bailo tango, muchos lo asocian con el show del tango, en el que la mujer es lanzada al otro lado de la pista y hace muchos adornos mostrando sus piernas. Por supuesto, los shows existen, y son hermosos. He grabado varios de ellos tras acudir a mis clases. Pero no es esa la cuestión del tango, no, al menos para mí, alguien cuyo arte es escribir y va a tango porque recuerda que no todo son palabras y  la escritura se nutre dolorosa, sabia  y consciencialmente de la vida. Y que el tango podría ser también una metáfora de la vida.

En el tango, tenemos  aprender a caminar solos para caminar junto al otro, y luego,  cuando estamos junto al otro, hay que buscar las formas de estar sin recargarse en él, pero disfrutándolo  en la sutil compañía de una danza que precede a otro encuentro. También, como en la vida y la escritura, hay base pero también improvisación. Damos el primer paso y trazamos  la primera línea para abrir un universo o una nueva historia que puede terminar en breve o abrir nuevas puertas.

En lo personal, el tango ha sido un descubrimiento en los terrenos del cuerpo y del color de las sensaciones y las emociones: una forma de resiliencia. Sus variantes infinitas me han mostrado de mí misma aquello que no muestra el propio espejo de los miedos,  porque bailar abrazado al otro no es tan sencillo como podríamos imaginarlo, teniendo en cuenta nuestros prejuicios de adultos. Y si lo vivimos, como es mi caso, con la lentitud de alguien que no bailaba mucho, el tango se vuelve poco a poco parte de la forma en que somos en el mundo, si es que deseamos bailar y vivir mejor. 

Para terminar, un vídeo de entrevista a Gloria Inés Varo y Rodolfo Dinzel acerca del tango y el Sistema Dinzel, el método con el que comencé a aprender en la Fundación Piazzolla:https://www.youtube.com/watch?v=HoDtaIYI9zE 

sábado, 2 de diciembre de 2017

Ciudades

Hay ciudades que observan
Sus mareas como si fueran ropa colgada
y ganchos de alambre

Hay ciudades infinitas
Con escaleras de triángulo que caben en eternos rincones de la mente

Hay ciudades hechas de mármol y púrpura
Tan señoriales que nadie puede penetrarlas
Aunque paseen por sus calles una y otra vez

Hay ciudades, gigantes solitarios
Con puentes de serpiente iluminada
Y trenes que no llevan a ningún lado

Hay ciudades que gritan ser rescatadas
Aunque nadie las mira porque ya no brillan
Nunca se ponen maquillaje… y eso no está permitido

Hay ciudades espejo
En las que nos miramos y nos asustamos de nosotros mismos
entonces,  decidimos bailar y tomar pastillas

Hay ciudades en las que nieva  siempre...
Y hay ciudades del alma
imposible derribarlas con  palabras
porque son eternamente propensas a una inundación

miércoles, 24 de mayo de 2017

Ángeles caídos: Fallen Angels de Wong Kar Wai





En el silencio de la noche, caminan los ángeles que parecen no tener rumbo. En sus juegos incesantes, en sus círculos de humo, en su fragilidad escondida tras la máscara de lo cruel, lo seductor, lo asesino. Toda realidad puede ser imaginada, pero ¿qué pasa con la mujer vive tras de los pasos de su socio, sin acercarse más a él, pero oliendo y fisgoneando cada objeto que deja a su paso? ¿O los juegos macabros de He Zhiwu que se apodera de los negocios y obliga a los clientes a consumir?

Al ver las películas de Wong Kar Wai, no puedo evitar soñar con Hong Kong, aunque la ciudad que vemos allí es de una belleza triste, arrasada en la velocidad de la noche por la imposibilidad de la comunicación, por unas vidas fragmentadas cuyos encuentros son solo un grito inútil en lo interminable de las  calles que se separan y se unen por los destellos repentinos de las luces en la penumbra.

Las películas de Wong Kar Wai son la poesía de lo no dicho, de la velocidad que puede ser a la vez  un instante lento e infinito. Siempre el problema del tiempo y del espacio en los múltiples instantes para los que basta  más un gesto que una palabra: un baile de ángeles caídos que anhelan el contacto, tras la espalda de un amante en la autopista,  o ver la mirada de su padre en una pantalla.

Cuando vaya a Hong Kong, caminaré por ella escuchando el soundtrack de esta película... junto a las otras de Wong Kar Wai. ¿Ya dije que amo a este director?

Karmacoma, Massive Attack

Only you: Que me devolvió a la versión de los años 80s, cantada por The Flying Pickets

Go away from my world, Marianne Faithfull

Speak my language, Laurie Anderson

Wangji ta, James Wong

Aquí la lista del Soundtrack: https://www.youtube.com/watch?v=Ol_XDBdEm0M&list=PL540nWhD207kCBMF9LB-8ZynoyWCl9RQY



viernes, 7 de abril de 2017

Crónica de sonidos del 20 de julio: I


  • A veces uno no sabe si comienza la madrugada o se encuentra bien entrada la noche; los carros llegan como ladrones del sueño, al principio sigilosos, irrumpen de pronto bajo nuestros párpados y se insertan en los tejidos del alma, abrazando el múltiple abanico de posibilidades del cuerpo que flota arropado en las cobijas de su mundo inconsciente. En especial, el carro de la basura, ese gran monstruo que devora nuestros delirios dulces. Hay un parqueadero junto a la casa.
  • Construcción, construcciones por todas partes: ruidos como de pesadeces que alguien mueve de un lado a otro, y esa fresa gigante que molesta en los oídos. Máquinas todas, desconocidas para mí porque no logro verlas al escuchar sus ruidos y lo único que hago es tratar de imaginarlas.
  • La lluvia, la lluvia, esos pasos afanados sobre el tejado. Y uno queriendo refugiarse dentro del propio corazón de su cuarto, y se consuela escuchando Singing in the rain, mientras piensa en la gente que trabaja en oficinas y toma el Transmilenio en las madrugadas lluviosas. La tormenta, cuando llega, ya no es como pasos afanados, sino las manos recias de un baterista que juega con los miedos alojados en nuestras cabezas.
  • Cuando uno está solo, las peleas de gatos le duelen en la columna vertebral; ese irrumpir chillón a las nueve de la noche sobre el techo, mientras uno trata de tomar su avena nocturna y recapitular el día. Pero cuando está acompañado, se ríe de los gatos y continúa hablando de otros temas.
  • Al abrir y cerrar el pasador de la puerta que da a la cocina, sobre las escaleras, se escucha, en el segundo piso de una casa cercana, invariable, a un perro de ladrar ronco, digo ronco, porque los perros grandes ladran ronco, al estilo Tom Waits, mientras los pequeños ladran en soprano. Hay otro perro que se escucha en la calle, pero su ladrar es el de un Charlie Parker con gripa, es decir, en absoluta desesperación. He pensado que sería adecuado darle jengibre con miel. Ladra entre las ocho y las once de la noche, o al menos, lo he escuchado irritado hasta que me quedo dormida.
  • Al llegar la noche, suenan las voces de personas que animan a alguien en un partido, y en el día, en ese mismo colegio que posee una cancha de fútbol, las voces de los niños llenan el aire. Las campanas de la iglesia se mezclan con las ovaciones emocionadas al ritmo de una música muy animada de una iglesia cristiana. Las voces de mujeres son las más apasionadas y cuando paso al frente de la iglesia, las veo bailar.
  • La madrugada suena a lluvia fina, como lentejitas desgranándose en el techo, en un silencio cortado por los carros y la gente que pasa frente al cuarto, con sus dramas contados a la mitad, mientras corren para su estudio o trabajo.

martes, 29 de octubre de 2013

Lo ácido

Despertarse con dolor en el pecho y no saber si es la gripa o la circulación o la tristeza o todo al mismo tiempo.

Qué quien escucha no lo haga hasta el final sino que arme su propia versión de acuerdo a aquello que imagina antes de haber escuchado.

Querer estar solo o con alguien que pueda vivir la soledad junto a uno y sin embargo verse rodeado de gente, comentarios e historias cliché. Mostrar la máscara social mientras se quiere estar solo.

Amar demasiado y recibir una sonrisa cada varios días.

Creer que hay un puente para llegar a alguien. Cruzarlo con expectativa para encontrar a ese alguien mirando hacia otro lado.

Olvidar la letra de una canción en el momento menos propicio

Crear el poema más hermoso del mundo mientras va uno en Transmilenio y luego olvidarlo en el momento de querer escribirlo.

Llegar de un viaje y que el recibimiento sea un: te estaba esperando para que ayudaras a sacar la basura.

Esperar un hermoso amor durante un año para que luego se vuelva un final tranquilo y aburrido